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Marta Cortés: memorias vivas de Gabriela Mistral, del campo y de una infancia a caballo
A sus más de ochenta años, Marta Cortés conserva una lucidez serena, tejida de recuerdos que parecen flotar entre el polvo del camino, el olor a tierra húmeda y la voz de una Gabriela Mistral que, aunque lejana, siempre estuvo presente en su imaginario. Nacida en Pan de Azúcar, creció en un Chile distinto, más lento, sin carreteras, sin locomoción y con una vida comunitaria unida por la tierra y el trabajo.


A sus más de ochenta años, Marta Cortés conserva una lucidez serena, tejida de recuerdos que parecen flotar entre el polvo del camino, el olor a tierra húmeda y la voz de una Gabriela Mistral que, aunque lejana, siempre estuvo presente en su imaginario. Nacida en Pan de Azúcar, creció en un Chile distinto, más lento, sin carreteras, sin locomoción y con una vida comunitaria unida por la tierra y el trabajo.
“En esos tiempos todo se sabía más despacio”, dice Marta. “No había radio como ahora, no había tele, nada. Pero igual sabíamos quién era la Gabriela, aunque uno no la hubiera leído, igual sabíamos”.
La poeta era un nombre que rondaba, una figura conocida por intuición más que por libros. Su imagen viajaba por los valles como un rumor respetuoso. A veces, incluso teñido por los prejuicios de la época: “Decían que era tímida, que cuando estuvo en el liceo de niñas se quedaba calladita en un rincón”, recuerda Marta, basándose en lo que escuchó de otros. Para ella, esa timidez no era debilidad, sino una señal de sensibilidad profunda.

La primera infancia: escuela, campo y una profesora inolvidable
La vida de Marta comenzó en un hogar amplio, ensamblado por varios matrimonios de su abuelo, donde convivían hermanastros y hermanos en completa armonía. “Siempre fuimos una familia unida”, afirma. Su madre, Carmen, y sus tías Amalia, Petronila, Lidia, María Lena y tantos otros nombres que ella recita como si aún los viera pasar por la cocina o el corredor de la casa patronal, formaban parte de aquella constelación familiar.
El campo marcó su educación y sus ritmos. Estudió en la pequeña escuela de Pan de Azúcar, guiada por la profesora Carmen Rosa Dubois, a quien describe como una mujer firme y dedicada. Marta aprendió a leer casi de inmediato, con el famoso silabario “Ojo”, y pronto se transformó en una alumna aventajada que ayudaba a otros compañeros.
“Parece que ya lo sabía antes”, comenta riendo. “Me gustaba aprender. Era fácil para mí.” Desde niña fue cercana al trabajo agrícola, pues su padre era administrador del fundo. Él decidía qué se sembraba, cómo se regaba y cómo se organizaba el trabajo. Marta, siendo apenas una niña, ya ayudaba a llevar cuentas y órdenes, observando el funcionamiento del campo desde dentro.
La escuela y la lectura que la marcó
En el colegio recuerda a la directora Carmen Rosa, una mujer que, según dice Marta, “hacía lo que podía” con tantos alumnos y tan poco apoyo. No recuerda haber aprendido poemas de Gabriela Mistral en esa época; los libros escolares de entonces, explicó, aún no incluían su obra. Su puerta de entrada a la lectura fue otra: El Peneca, la revista infantil creada por Elvira Santa Cruz.
“Yo leía el Peneca, eso me hizo”, afirmó. Con esas páginas llenas de aventuras aprendió a leer fluidamente y con tal entusiasmo que pronto la profesora la convirtió en ayudante. “Terminé haciéndole clases a los niños”, recuerda con asombro. Era, sin saberlo, parte temprana de un modelo educativo que décadas más tarde se llamaría “Niño ayuda a Niño”.

El caballo: libertad, riesgo y destino
Pero si algo marcó para siempre su infancia, fue el caballo. “Yo andaba a caballo antes de ir a la escuela”, cuenta, con un brillo especial en la mirada. Su padre le mandó a hacer una montura pequeña, de cuero, diseñada especialmente para ella. Tenía apenas seis o siete años cuando comenzó a recorrer los potreros, acompañándolo en sus labores.
La relación de Marta con el campo se tejió entre silencios cómplices y rutinas que no necesitaban explicarse. Su caballo, por ejemplo, nunca tuvo nombre. No porque no lo quisiera, sino porque no hacía falta. “No lo confundía, era mi caballo no más”, recuerda. Cada sábado, aun sin que mediara palabra, el animal amanecía amarrado y listo para ella. Su padre jamás le decía: “ahí te dejé el caballo”, pero Marta sabía exactamente que ese era su regalo semanal de libertad.
“¿Qué hacía yo? Ensillarlo”, cuenta con naturalidad, como si volviera a tener siete años. Primero colocaba la carona —esa primera capa para que la montura no lastimara al animal— y luego la silla. Las riendas y el bozal ya venían listos, porque su padre tomaba precauciones: “Para que no fuera peligro, él me dejaba todo preparado”. Aun así, había días en que “no le pescaba las narices al caballo” y el animal apenas se movía, comprensivo de la torpeza infantil.
Una vez montada, Marta recorría el Fundo San Antonio con la seguridad de quien ya pertenece al paisaje. “Bonita la vida mía”, dijo, dejando asomar una sonrisa que todavía guarda sol y tierra del Elqui.
El encuentro con Gustavo
Cuando habla de su marido, Gustavo Cortés, la memoria se vuelve especialmente cálida. Él llegó a Pan de Azúcar como carabinero recién ascendido a cabo. “Yo estaba acostumbrada a ver carabineros, pero no a este carabinero”, dice. La atracción fue inmediata, aunque envuelta en timidez. “Ella pasaba a comprar azúcar “por cuartos”, solo para verlo, y él la observaba desde la puerta”, contaron sus hijas María Eugenia y Marta Ester, apoyando y recordando la coqueta historia de sus padres.
Gustavo cargaba una historia dura de infancia y tras el servicio militar en Calama, ingresó a Carabineros casi por azar, siguiendo a un compañero que lo convenció en la estación de trenes.


La llegada a La Serena
Una vez ya formada la familia entre Marta y Gustavo y sus siete hijos—seis sobrevivientes.
La Serena no fue un destino lejano, sino un espacio que se volvía familiar en cada visita. Sus hermanas mayores ya estaban asentadas allí, y ella, de niña, dormía a veces en sus casas. A la ciudad llegaban también cuando su abuelita y su madre vendían quesos en Coquimbo: “Mi abuelita hacía quesos de leche de vaca. Y no los vendíamos en cualquier parte; nos daba vergüenza, así que íbamos a un solo lugar”.
El traslado definitivo en 1962 tuvo razones más profundas. Su abuelo había fallecido y, con él, los derechos adquiridos de la familia en el campo comenzaron a ser atropellados. La vida rural se endureció y, al mismo tiempo, los hijos mayores necesitaban continuar estudios en enseñanza media. “La vida era bonita, bíblica casi”, recuerda Marta, “pero se puso difícil”.
Gabriela Mistral, entre la memoria rural y la visita al museo
Aunque en su niñez no tuvo acceso a libros de la poeta, años más tarde sí logró visitar su museo en Vicuña. Ese día quedó grabado como uno de los recuerdos más nítidos que conserva de Gabriela.
“Fui con la María Cecilia”, relata. “Ahí pude conocer su historia más de cerca.” Para Marta, la vida de Gabriela siempre estuvo vinculada al mundo del campo, a la simpleza, a las niñas y niños de escasos recursos, a la educación rural que ella misma vivió. Quizá por eso la siente tan cercana, aunque nunca la vio en persona.
Respecto a los tiempos en que Gabriela recibió el premio Nobel de Literatura, explicó que no había electricidad, ni radio, ni locomoción. Las noticias eran escasas. “Me gusta, sí he leído, pero cuando niña era una niña todavía. No sabía mucho”. Aun así, la historia la alcanzó: mientras Gabriela Mistral recibía el Premio Nobel de Literatura, Marta, con apenas 17 o 18 años, vivía en Pan de Azúcar, donde, las palabras aún viajaban lento, pero la vida se llenaba igual de aprendizaje, trabajo y cariño.
Hoy, Marta habla de Gabriela desde un lugar íntimo: no como la Premio Nobel, sino como la mujer que fue parte de las conversaciones familiares, de las anécdotas del valle, de los dichos de la gente. La Gabriela tímida. La Gabriela alta. La Gabriela que para muchos era simplemente “la nuca”, en una época cargada de prejuicios y asombro.

La lectura como refugio y compañía
Con el paso de los años, Marta Cortés encontró en la lectura una forma de diálogo permanente con el mundo. Su velador es un pequeño archivo personal donde conviven Crónicas de La Serena, El Quijote, Los Grandes Iniciados y una larga lista de libros que lee, relee y anota con dedicación.
Para ella, la lectura no es un hábito adquirido, sino un reflejo natural de esa niña curiosa que aprendió rápido en la escuela rural y que años más tarde seguiría buscando respuestas en los libros.
Cada mañana comienza con el diario sobre la mesa y un lápiz que subraya ideas, fechas, pasajes y recuerdos que quiere conservar. El ejercicio de leer se transformó con el tiempo en una manera de ordenar su historia, de darle sentido a las etapas vividas entre el campo, la ciudad y la crianza de sus hijos.
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