Columnas de opinión
Profesores normalistas: la vocación que Chile no debe olvidar
(Opinión) Los profesores normalistas no son solo parte de nuestra historia. Son también un espejo donde mirar lo que perdimos y lo que aún podemos recuperar: una vocación que, sin ser perfecta, fue profundamente transformadora. Tal vez la pregunta no sea si podemos formar docentes como ellos, sino si estamos dispuestos, como país, a volver a creer en la esperanza que cabe en una sala de clases.
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Por Juan Pablo Catalán, académico de la Facultad de Educación y Ciencias Sociales UNAB.
En un país que olvida con rapidez a quienes alguna vez levantaron su escuela pública con manos callosas y corazón encendido, cada 26 de agosto resuena, aunque cada vez más débil, el Día del Profesor Normalista. No es solo una fecha conmemorativa; es una pregunta abierta: ¿qué fue de esa vocación profunda que alguna vez sostuvo la educación chilena?
Durante más de un siglo, los profesores normalistas fueron la cara visible del Estado en los rincones más apartados del país. Formados en Escuelas Normales, no solo enseñaban a leer y escribir: llevaban cultura, civilidad y esperanza. Eran bibliotecas con voz, referentes éticos, líderes comunitarios. Su formación comenzaba desde la adolescencia, con prácticas pedagógicas desde el inicio, un fuerte componente ético y un claro sentido de propósito público.
Gabriela Mistral, ella misma normalista, lo expresó con poesía: “Enseñar es dejar huella en el alma”. Esa huella, sin embargo, parece hoy desdibujada. La docencia ha perdido el lugar simbólico que alguna vez tuvo. Según la OCDE (2023), Chile enfrenta una “crisis sostenida de atracción y retención docente”, mientras que datos de Elige Educar (2023) advierten que apenas un 30 % de los jóvenes considera estudiar pedagogía, y que quienes lo hacen lo perciben como una carrera mal remunerada y poco valorada socialmente.
No se trata de romantizar el pasado ni de idealizar un modelo que también tuvo limitaciones —como su excesivo rigor disciplinario o escasa actualización académica—, sino de reconocer que los profesores normalistas encarnaban un ideal de vocación y compromiso público que hoy se extraña. ¿Cómo exigir calidad si no damos dignidad?
La UNESCO y la OEI han sido claras: sin docentes bien formados, valorados y apoyados, no hay futuro educativo sostenible. La Ley 20.903, que creó el Sistema de Desarrollo Profesional Docente, fue un avance, pero sigue sin lograr revertir la percepción social de la carrera y su debilitada capacidad de atracción.
Quizás sea tiempo de recuperar esa vocación no desde la nostalgia, sino desde la acción.
Una propuesta posible: crear un programa nacional de “Mentores de la Vocación Docente”, donde profesores jubilados, muchos de ellos ex normalistas, acompañen a jóvenes en formación. Otra: fortalecer la práctica temprana en la formación inicial docente, tal como recomienda la OEI (2022), para conectar a los futuros maestros con el aula real y no con modelos abstractos.
¿Qué sociedad construimos cuando el maestro pierde su lugar? ¿Quién se hace cargo del desencanto cuando el aula deja de ser un espacio de sentido? No bastan las reformas técnicas si no devolvemos a la docencia el lugar simbólico que tuvo: el de sembrar futuro donde solo hay incertidumbre.
Los profesores normalistas no son solo parte de nuestra historia. Son también un espejo donde mirar lo que perdimos y lo que aún podemos recuperar: una vocación que, sin ser perfecta, fue profundamente transformadora. Tal vez la pregunta no sea si podemos formar docentes como ellos, sino si estamos dispuestos, como país, a volver a creer en la esperanza que cabe en una sala de clases.
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