Columnas de opinión
Estudiar de noche, la última opción

En la carrera por alcanzar el éxito académico, muchos estudiantes utilizan la noche para estudiar. No son pocos los niños, las niñas y los jóvenes que, tras una jornada completa en la escuela y después de participar en otras actividades cotidianas, como comer en familia, dedican varias horas a ponerse al día con las tareas, a leer y a preparar evaluaciones. ¿Es realmente efectivo que lo hagan? ¿Es aconsejable?
Para comenzar, hay que tener en cuenta que diversos estudios han demostrado que el cerebro no tiene un rendimiento óptimo durante todo el día. Por el contrario, tiene ritmos —los conocidos ritmos circadianos— que alteran la atención, la memoria y la capacidad de concentración. Aunque existen excepciones, estos ritmos favorecen el aprendizaje en las horas diurnas y dificultan el aprendizaje conforme avanza la noche.
Por lo tanto, forzar procesos de aprendizaje complejos en ese periodo puede traducirse en fatiga, errores y una comprensión superficial de los contenidos. A esto se suma el impacto sobre el sueño. La mayoría de las investigaciones muestran que los niños y adolescentes necesitan, al menos, entre ocho y diez horas de sueño por noche para consolidar su memoria y mantener un desarrollo saludable.
Sin embargo, cuando se estudia hasta tarde, ese sueño se recorta o se vuelve irregular. Esto afecta el rendimiento escolar del día siguiente y da pie a que comiencen ciclos difíciles de romper. En simple: dormir menos para rendir más es una estrategia que quizá puede funcionar a corto plazo, pero no si se extiende más allá en el tiempo.
Además, hay que tener en cuenta que no todos los estudiantes tienen las mismas condiciones. Como todo en educación, no basta con saber qué pasa con el cerebro y la mente: hay que entender su contexto.
Algunos jóvenes viven en entornos familiares ruidosos, o tienen que cumplir con responsabilidades domésticas que les dejan poco tiempo libre durante el día. Por lo tanto, no se trata de demonizar el estudio nocturno, sino de cuestionar su normalización.
Si el sistema escolar y las expectativas sociales empujan a los estudiantes a rendir en todos los ámbitos, todo el tiempo, incluso cuando su cuerpo les pide descansar, entonces no vamos por buen camino; estamos ignorando principios básicos del aprendizaje humano.
En este sentido, quizá conviene prestar atención al bosque y no al árbol: lo que tenemos que instalar es una cultura del aprendizaje saludable: una que valore el esfuerzo, sí, pero que al mismo tiempo también entienda el papel que juega el descanso, y que distribuya las cargas académicas con sentido pedagógico. Aprender requiere atención, energía y disposición. Ninguna de ellas abunda cuando cae la noche.
Por eso, más que celebrar el sacrificio de estudiar hasta tarde, deberíamos preguntarnos por qué se vuelve necesario. La verdadera excelencia académica no se tiene que medir en horas de vigilia, sino en lograr que todas y todos tengan las condiciones que les permitan aprender de manera sostenible a lo largo y a lo ancho de su vida.
Jaime Fauré Ph.D.
Profesor e investigador, Universidad Andrés Bello
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